Durante los ochenta y tres años y
once meses que duró su vida, don Alejandro Gómez Arias no dejó de hablar ni
para tomarse un segundo de respiro. Era oaxaqueño pero habló incansablemente
sobre justicias e injusticias; lo hizo trepado en las tribunas, en las aulas
universitarias, desde la cabina de Radio UNAM, leyendo en voz alta sus
artículos para su publicación literaria Fábula, haciéndole el amor a Frida
Kahlo y desde los cafés bulliciosos de la calle Reforma.
Recitaba las frase que apuntaba con
su caligrafía diminuta en sus artículos enviados cada dos semanas a ese Buda
arisco, sabio y huesudo llamado José Pagés Llergo, director de ¡Siempre!. Y cada que surgía de su
garganta una opinión en contra del PRI o sobre cosas más serias, con esa voz
pausada, aguda y musical (¡no hables como señorita! Le gritaban en los
certámenes de oratoria de El Universal
que solía ganar con la mano en cintura).
Tanto y tan correctamente habló que
un compañero de juergas suyo corrió la especie de que don Alejandro no se
callaba ni cuando dormía. Y entre sueños susurraba discursos con la misma coherencia
proverbial con que peroraba despierto. Si hubieran existido concursos
maratónicos de elocuencia como en el Salón México practicaban competencias de
resistencia con parejas de danzón, don Alejandro hubiera ganado siempre.
Entre muchas aportaciones suyas que
entregó a la elocuencia, nos legó una buena poda de tanto lenguaje pomposo, de
tantas reminiscencias del Olimpo y de tantas citas célebres de prohombres
ilustres que caían como torrente lacrimógeno sobre el respetable público, y que
ahora solo he vuelto a escuchar en las logias masónicas y en los mítines políticos
de Linares, Nuevo León.
Con tales dotes verbales, don
Alejandro se libró de una enfermedad que contagió a generaciones enteras de
mexicanos, y que en el fondo es sólo un fracaso de la pretendida elegancia
nativa: la cursilería. No fue un orador a secas: fue eso aunado a la capitanía
de la autonomía de la Universidad Nacional (1929), a su militante vasconcelista
(1929), a su defensa de la expropiación petrolera (1938), a su presencia como fundador
del Partido Popular, junto con su amigo Vicente Lombardo Toledano (1938). Y sin
embargo, con todo y su vastedad de intereses, don Alejandro sólo fue
perseverante en su oficio de jardinero. Después de la derrota electoral y el exilio
de José Vasconcelos, se dedicó con maestría al delicado cultivo de las rosas
como lo cuenta en su libro “Memoria personal de un país” dictado al investigador
Víctor Díaz Arciniega.
Fue en los años ochenta cuando conocí
a don Alejandro y registré casi todas nuestras conversaciones en una grabadora
de cassette que aún conservo casi como joya arqueológica. Y es que apenas me
tomó confianza, me soltó sus recuerdos personales sobre su amigo Adolfo López
Mateos, con quien compartió de joven la represión oficial en 1928, dejando en
el futuro mandatario una migraña de por vida resultado de un macanazo que marcó
secuelas. “Desde entonces tomaba a cada rato puños de aspirinas como si fueran
dulces”. Me pregunto si no fue esa farmacodependencia la causa del aneurisma
que mató a don Adolfo en 1969.
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