30 julio 2013

RECUERDO DE ALEJANDRO GÓMEZ ARIAS


Durante los ochenta y tres años y once meses que duró su vida, don Alejandro Gómez Arias no dejó de hablar ni para tomarse un segundo de respiro. Era oaxaqueño pero habló incansablemente sobre justicias e injusticias; lo hizo trepado en las tribunas, en las aulas universitarias, desde la cabina de Radio UNAM, leyendo en voz alta sus artículos para su publicación literaria Fábula, haciéndole el amor a Frida Kahlo y desde los cafés bulliciosos de la calle Reforma.

Recitaba las frase que apuntaba con su caligrafía diminuta en sus artículos enviados cada dos semanas a ese Buda arisco, sabio y huesudo llamado José Pagés Llergo, director de ¡Siempre!. Y cada que surgía de su garganta una opinión en contra del PRI o sobre cosas más serias, con esa voz pausada, aguda y musical (¡no hables como señorita! Le gritaban en los certámenes de oratoria de El Universal que solía ganar con la mano en cintura).

Tanto y tan correctamente habló que un compañero de juergas suyo corrió la especie de que don Alejandro no se callaba ni cuando dormía. Y entre sueños susurraba discursos con la misma coherencia proverbial con que peroraba despierto. Si hubieran existido concursos maratónicos de elocuencia como en el Salón México practicaban competencias de resistencia con parejas de danzón, don Alejandro hubiera ganado siempre.

Entre muchas aportaciones suyas que entregó a la elocuencia, nos legó una buena poda de tanto lenguaje pomposo, de tantas reminiscencias del Olimpo y de tantas citas célebres de prohombres ilustres que caían como torrente lacrimógeno sobre el respetable público, y que ahora solo he vuelto a escuchar en las logias masónicas y en los mítines políticos de Linares, Nuevo León.

Con tales dotes verbales, don Alejandro se libró de una enfermedad que contagió a generaciones enteras de mexicanos, y que en el fondo es sólo un fracaso de la pretendida elegancia nativa: la cursilería. No fue un orador a secas: fue eso aunado a la capitanía de la autonomía de la Universidad Nacional (1929), a su militante vasconcelista (1929), a su defensa de la expropiación petrolera (1938), a su presencia como fundador del Partido Popular, junto con su amigo Vicente Lombardo Toledano (1938). Y sin embargo, con todo y su vastedad de intereses, don Alejandro sólo fue perseverante en su oficio de jardinero. Después de la derrota electoral y el exilio de José Vasconcelos, se dedicó con maestría al delicado cultivo de las rosas como lo cuenta en su libro “Memoria personal de un país” dictado al investigador Víctor Díaz Arciniega.

Fue en los años ochenta cuando conocí a don Alejandro y registré casi todas nuestras conversaciones en una grabadora de cassette que aún conservo casi como joya arqueológica. Y es que apenas me tomó confianza, me soltó sus recuerdos personales sobre su amigo Adolfo López Mateos, con quien compartió de joven la represión oficial en 1928, dejando en el futuro mandatario una migraña de por vida resultado de un macanazo que marcó secuelas. “Desde entonces tomaba a cada rato puños de aspirinas como si fueran dulces”. Me pregunto si no fue esa farmacodependencia la causa del aneurisma que mató a don Adolfo en 1969.

¿Por qué entonces, con estos envidiables antecedentes don Alejandro no incursionó profesionalmente en la política? ¿Para no vencer la natural repugnancia de mezclarse con quienes siempre consideró seres despreciables como él mismo me confió? ¿Por resignarse a tomar distancia para criticar y censurar a sus anchas y sin ambages? No lo se: cualquiera de estas explicaciones resultan comprensibles. Pero en el fondo de esa conciencia inextricable que el 3 de marzo de 1990 se llevó la muerte, quedaron ocultos muchos razonamientos de uno de los hombres más memorables que vivieron en México durante el siglo XX.

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